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ARROZ CON MANGO

LA SEMILLA

CÓMO AÑEJAR UN MILAGRO

Cuenta Eduardo Galeano: «La palabra y el acto no se habían encontrado nunca. Cuando la palabra decía no, el acto decía sí. Cuando la palabra decía más o menos, el acto hacía menos o más. Un día, la palabra y el acto se cruzaron en la calle. Como no se conocían, no se reconocieron. Como no se reconocieron, no se saludaron».

Mi primera profesión, al desmovilizarme del Servicio Militar, fue la de Normador del Trabajo. Tomé esa especialidad técnica cual opción más atractiva ante los únicos ofrecimientos laborales que recibí entonces: convertirme en obrero agrícola o en auxiliar de producción de la construcción, que traducido era algo así como un «alcanza-bloques» o un «mueve-mezcla».

Con la primera clase se abrió ante mis ojos un subyugante mundo casi de ciencia ficción. Mi tarea era como la de un fotógrafo científico. Realizar «fotografías» de cada puesto laboral, lo que a través de cálculos matemáticos, permitía conseguir que el trabajador fuera más eficiente y productivo a partir de la garantía de condiciones materiales adecuadas y de un diseño estructural que facilitara su faena... En teoría todo era perfecto.

Al mes de haber sido ubicado en la Empresa Porcina comencé a sufrir lo que un colega mío diagnosticó como «alucinaciones del desperfecto socialista» y me sentí como un mecánico de estaciones satelitales en una región donde apenas volaban aviones de la Segunda Guerra Mundial destinados a la fumigación.

Los obreros no tenían botas o el camión–tolva, donde se trasladaban los residuales de alimentos para alimentar los cerdos, carecía de gomas, y no era justo establecer una normativa que exigiera, al final, una productividad virtual en tanto los mínimos requerimientos no estaban garantizados.

Después de muchos años, pago a precio de oro por cada compañero de estudios que quede, intacto, en tan infructífera labor; a no ser que haya optado por el suicidio silencioso de transmutarse en un llena modelos, tras un acomodadizo buró, lejos de la utopía soñada sobre el pupitre por conseguir un país eficiente en su producción.

Uso este trozo de vida para hacer reflexionar sobre un asunto que atañe a todos ahora, y a algunos, obreros y funcionarios, asusta. La próxima implantación del tan discutido Reglamento Disciplinario Interno, aprobado en el más reciente congreso sindical, requerirá, como escribiera Neruda en uno de sus poemas, de la voluntad de voltear la mesa cuando se está infeliz en el trabajo y cuando «no se arriesga lo cierto por lo incierto para ir detrás de un sueño». De lo contrario, el documento será pasto de la fugaz consigna que abortaría, una vez más, el nuevo aire que requiere el pecho del país para respirar de manera más limpia.

Claro que el empeño necesita de un elemento sustancial, no circunstancial como lo asumen algunos cuadros: la ejemplaridad. Habrá entonces que suprimir de los diccionarios laborales la acuñada frase de que «Cuando el gato no está en casa, los ratones...»

Así, algunas secretarias tendrán que renunciar a su obligado papel de cómplices cuando, ante un proceso tecnológico parado que requiere de una decisión urgente, reiteran la frase, descreída ya por el abuso, de que «el compañero director está para una reunión fuera». Expresión que sirve, a veces, de «madriguera oficial» a los irresponsables que no asumen su misión de ser cabeza y corazón de la Patria.

¿A qué debe temer el trabajador honrado que cumple con lo estatuido porque ama y se siente parte de lo que hace y logra? ¿A qué ha de temer el cuadro honrado que sostiene el pie en el estribo martiano y fidelista de la austeridad y la autoridad, con conciencia aglutinadora, y lejos de toda pose y mentalidad de reminiscencias feudales?

La aplicación de este reglamento, más que una medida coercitiva ha de convertirse en instrumento político de recapacitación social en la eficiencia con la que soñó el Che.

Es necesario, desde el comienzo, evitar la distorsión en el cristal de su aplicación para que la conciencia obrera logre, de verdad, navegar por vocación de esta Isla hacia ese otro mundo que proclamamos posible. Sería la mejor manera de añejar el milagro de nuestra economía porque, como también escribiera el poeta chileno «Muere lentamente quien se transforma en esclavo del hábito, repitiendo todos los días los mismos trayectos (...) Evitemos la muerte en suaves cuotas, recordando siempre que estar vivos exige un esfuerzo mucho mayor que el simple hecho de respirar».

HAGAMOS MÚSICA

HAGAMOS MÚSICA

Si el llamado «tono» es un término musical del cual se ha apropiado la categorización de la lingüística como elemento que describe la intención y el estado de ánimo reflejados a través del modo particular de expresarse y del estilo, tenemos que partir entonces de cuál ha de ser su impronta cuando se aplica a lo que escribimos.

Luego debemos discernir:

Si el tono es la propiedad de los sonidos que los clasifica como más agudos o más graves en función de su frecuencia, lo cual comúnmente es utilizado como sinónimo de altura...

Si en el canto este elemento resulta fundamental para diferenciar las distintas tesituras de una voz o instrumento...

Si se le denomina parciales armónicos a otros sonidos que, percibiéndose de manera distinta, enriquecen el sonido original...

Si los diferentes sonidos cualifican lo que denominamos el timbre, que puede ser lleno, sonoro u oscuro...

Vale entonces preguntarnos si nuestra prensa tiene tono o es atonal, si existe equilibrio armónico entre voces graves y agudas y cuáles son estas voces. Si hemos conseguido posibles tesituras entre los medios de prensa y entre los periodistas, como para no repetirnos en una especie de canto gregoriano, antigua oración laudatoria cantada sin emoción, al unísono, y que cumplía, a través de su llaneza, un sentido litúrgico.

Y pregunto: por qué asustarnos, a veces, cuando aparecen, dentro

LA LEGION DE LOS MAL QUEDAR

LA LEGION DE LOS MAL QUEDAR

Primero creí que era exageración de mi amiga. Luego su rostro, mezcla de perplejidad con cierta rabia antigua, me llevaron a creerle. Cuando el ginecólogo anunció la llegada de su primer hijo, corrió a encargarle una cuna a un carpintero.

Después de todo un vía crucis donde el que tenía madera no tenía puntillas y el que tenía madera y puntillas le faltaba la cola, encontró a un cincuentón que le pareció un hombre serio, de ley, el cual accedió con gusto a fabricársela; solo que le saldría un «poquitíiiiico» cara. «Usted como yo sabe que el cedro y la caoba están perdidos, a los particulares no nos dan con qué trabajar y lo que uno le saca a cada pieza apenas le da para comenzar la otra...» (¿?).

En fin, que se la valoró como si le vendiera seda de El Cairo. Pero como mi amiga quería lecho de linaje para su primogénita, accedió con la promesa de que estaría en 15 días. Sin embargo, terminó el primer plazo y un segundo y otro y otro, mientras ella veía crecer su vientre sin la cuna en la habitación. Dio más viajes a la carpintería que a la consulta prenatal. El hombre, unas veces estaba con «la gota» y hasta llegó a enterrar a su abuelita por segunda vez después de 15 años.

Llegó el alumbramiento. La mujer tuvo que pedir una prestada y ahí concluyó la historia, pero, el día menos pensado, cuando ya había sepultado al carpintero en el campo santo de los desaguisos y la bebé lo que casi necesitaba era un corral, vio venir, a lo lejos, un carretón con la cuna encima y al eufórico hombre con los mismos ojos de Hernán Cortés.

«No sé bien, señora hermosa, lo que sucedió después...», pero mi amiga se negó a repetirme las palabrotas dichas al tipo que, en buen cubano, tuvo que «comerse la cuna con papas» y regresar a su carpintería al tiempo que blasfemaba de «lo mal agradecida que estaba la humanidad».

Recuerdo que, de niño, eran solo las costureras las de la mala fama. Un corte de tela, para hacerse el vestido con que se asistiría al bautizo de una infante, si no se extraviaba entre el monte de tejidos que descansaba sobre una silla, servía para ir a la toma de la primera comunión o a la fiesta de 15. Pero, ahora, la falta de ágiles opciones estatales en ciertos servicios hace recurrir a los particulares, quienes también convierten la informalidad en instrumento de tortura psicológica cuando la expresión «palabra acordada es palabra sagrada», al estilo de los caballeros del Rey Arturo, ha hecho mutis del escenario de la vida cotidiana.

Y no se trata de una pequeña artillería de impuntuales en medio de la laboriosidad combativa de un ejército, sino ya deviene norma; apéndice colgado a nuestra cubanía que, penosamente, se adhiere como sanguijuela a la práctica diaria, sea en una empresa de servicios o en el más sencillo de los talleres particulares. Es esa expresión visible del desgaste innecesario, del valladar interno que nada tiene que ver con las limitaciones tangibles del bloqueo; de ese otro límite que en nada se emparenta con quienes osan ahogarnos desde una política imperialista, sino que parte de la efectividad y la disposición de actitudes que construyan la fraternidad social de este país.

Ejercicio sano sería que los cubanos, mientras nos cepillamos los dientes en la mañana, nos preguntásemos con quién o con quiénes hemos empeñado nuestra palabra ese día. ¡Cuán saludable sería para el cumplimiento de la tarea en cada momento, para la restauración humana de nuestro carácter nacional como gente emprendedora y seria! Esta, sin dudas, es otra de las maneras de mantener nuestra hidalguía como el eterno caballero que, a pesar de su desvarío, en el ofrecimiento de su palabra le iba la vida.

¡Ojalá que ese pequeño ejército de personas que aún me deben algún trabajo en casa, me llamen hoy para decirme que la cama o el mueble ya están terminados! O sea yo quien, mordido por mi conciencia, les dé a ellos la buena nueva de la puntualidad... ¡Por suerte, yo no tengo mujer embarazada!

LLORAR Y CANTAR CON EL BENNY

LLORAR Y CANTAR CON EL BENNY

 ESE día mi padre le amarró una cinta negra al brazo del tocadiscos. Pensé que se había vuelto loco o estaba ebrio. No dijo nada. Se sentó a tomarse un trago de ron en un rincón de la sala y dejó que aquella aguja le sacara las entrañas a un viejo disco de acetato que, ahora, al paso del tiempo, se me antoja que gemía de dolor. Llegaba, al amanecer, del Reno Club; el lugar donde pasaba el mayor tiempo de su vida como cantinero;  el único bar de Cuba que tenía su escenario sobre el largo refrigerador y al cual se subieron lo mismo Pepe Lara, el Los Chavales de España, que Frank Domínguez con su “Tú me acostumbraste…” para sacarle el corazón por el escote a las muchachas. Tenía yo doce años y le escuché decir un ¡coño! que le salió del alma. Quizás pensaba en Anacleto, el “generoso” dueño de una fonda llamada La Confronta, en Ciego de Ávila, que no era el buen tocador que El Benny inmortalizara en una de sus canciones más geniales, sino el honesto comerciante del que se dice que, en más de una ocasión, le mató su hambre cuando no era tan famoso, aunque sí popular, con un bistec y un vaso de leche. Tal vez aquella exclamación casi mascullada, entre dientes, era el réquiem por quien había sido testigo, reiteradamente desde algún traganíquel, de sus lances amorosos fuera del matrimonio con mi madre. Solo recuerdo que, aquella noche, la ciudad casi se paralizó a la hora del noticiero. El entierro del músico, desde su “Lajas, mi rincón queriiido…”, fue una explosión a la altura de su ingenio y del amor con que se hizo novio de esta Isla. Ahora, a más de cuarenta años de aquel bofetón emocional de mi infancia, el cine me ha hecho descubrir a un hombre que enterró su talento en el vicio. Y no pretendo desentrañar si el filme es fiel a la historia, si manipula la época y al bardo para provocar con su estética, si el actor se parece o no y debió se maquillado en fidelidad a la imagen externa del cantante. Solo sé que es una cinta que siembra un dolor íntimo como esa canción que es casi una súplica de amor: “¡Cómo fueee, no sé deciiirte, cómo fueee…” Ese punzonazo que parte de la pérdida irreparable de la vida de un genio por una tontería. Esa pena que, si se lee bien, puede ser una lección para los más jóvenes de hacia dónde puede conducir el desenfreno y la irresponsabilidad; porque él, Bartolomé Maximiliano Moré, no sólo se hizo daño a sí mismo, sino sumi, también en la miseria y la congoja a todos sus seres queridos; incluso, a varias generaciones de cubanos porque perdimos una parte, indispensable diría yo, de nuestra voz propia, de nuestra alegría natural. Vemos a El Benny desde la pantalla haciendo el amor lo mismo en un baño público que en el campo, con una prostituta o con su novia del alma. ¡Época feliz aquella en que, literalmente, nadie se moría de amor por no protegerse! Pero la evidencia de que el alcohol, a través de la historia de la humanidad misma, ha sido una daga que envilece y mata, está ahí, atrapada en el celuloide, hiriendo nuestros ojo, para que entendamos que eso no es solo leyenda. El flagelo incontenible que nos acosa desde el primer trago, se desnuda más que la propia Isabel Santos en su personaje de prostíbulo, desde la pantalla. Se puede tener el mundo a los pies, pero perder la vergüenza; se puede sentir la pasión más excelsa, provocada por dos senos como copas de champán prendidas al pecho de una muchacha,  que la daga del caballero se esconde; se puede tener la vocación generosa más absoluta que se hace sal en agua cuando el alcohol nos domina. Digo que El Benny ha llegado, no solo para cantarnos, sino para contar lo que también ha sucedido con otras cuerdas de nuestra lírica siempre que han seguido su mismo camino; para conmovernos con una estremecedora historia, tonta por la levedad humana, que pudo tener otro final menos desgarrador y más eterno. Más allá de sus cuestionamientos y valores estéticos, la cinta es un aldabonazo al alma del cubano, a esa incongruencia propia de nuestras políticas sociales en que, de una parte, establecemos campañas anti-alcoholismo útiles y, de la otra, las desbaratamos con el desmedido desconcierto en la venta de bebidas, como si se tratara de una medicina urgente con los estreses cotidianos. Al menos, en este sentido, la cinta de Jorge Luis Sánchez propone cantar a dúo con El Benny, desde la vitrola del alma, para embriagarnos únicamente con la risa, la presencia maravillosa de lo amado y poder decir siempre: “¡Soy tan feliiiz…vida.”

UTOPÍA DE LA BANDADA

UTOPÍA DE LA BANDADA Cuenta la escritora Isabel Bornemann la historia de dos niños de Hiroshima que, en medio de las tensiones bélicas de los años ’40, tenían una relación de amistad idílica. Incluso, al límite de no anhelar la llegada  de las vacaciones de verano para no sufrir la separación.“Naomi Watanabe y  Toshiro Ueda creían que el mundo era nuevo. Como todos los chicos. Porque ellos eran nuevos en el mundo. También, como todos los chicos. Pero el mundo era ya muy viejo entonces, en el año 1945, y otra vez estaba en guerra”, sentencia la autora.Y narra como, al concluir la escuela, él se fue con sus abuelos; unos antiguos ceramistas que terminaban sus vasijas por puro amor y las amontonaban porque la situación mundial había quebrado todo mercado. Ella, quedó con sus hermanos en la ciudad de la tragedia cuando, en la madrugada del primero de agosto, una premonición le había despertado; soñó caminar sobre la nieve, sola, en medio de un desierto helado sin casas ni árboles. Pero, quizás pensando en el retorno de Toshiro, escribió en su cuaderno escolar uno de sus primeros haikus, esa especie de poemas breves, de diecisiete sílabas, típicos de la poesía nipona. Sobre la virginidad del papel quedó registrado: “Pronto/ Florecerán los crisantemos./ Espera,/ Corazón.”Pero la mañana del seis de agosto le sesga, de un tirón, los crisantemos a Naomi y su corazón, débil, no puede esperar el retorno de su amado. Como un enorme sacacorchos, la bomba atómica le saca las entrañas a Hiroshima. Una fuerte luz sorprende a la pequeña haciendo los mandados de la familia y, desde el idílico paisaje de una aldea remota, Toshiro cree que su amiga ha muerto. Solo en diciembre logra saber que aún está viva y camina decenas de kilómetros para visitarla en el hospital. Mirando al techo, y ya sin sus negrísimas trenzas, Nahomi dijo que iba a morir por no haber concluido las mil grullas de papel que le librarían de la muerte, según una de las tradiciones sobre ese sagrado pájaro de su país.El muchacho apenas contó veinte sobre la mesa y se marchó. Esa noche no durmió cortando los novecientos ochenta cuadritos en los cuales fueron transformados viejos periódicos, revistas y hasta tarjetas familiares. Luego convirtió el muerto papel en hermosas grullas dispuestas a desplegar sus esperanzadoras alas para salvar la vida de Naomi.Ella dormía, ¡tan débil!, cuando él llegó al hospital desafiando, otra vez, la distancia. Las hilvanó de diez en diez, con un casi invisible hilo, y las colgó del techo de la habitación mientras el viento las hacía girar. ¡Son hermosas!, atinó a decir la niña abriendo los ojos y sonrió, para pasar luego a un sopor profundo que se la tragó de un bocado.Las avecillas no habían podido hacer nido en su sangre para ahuyentar la leucemia. Así, quedaba trunca la ilusión natural y humana de dos niños, pintada por la escritora en los inicios de la narración, “que creían que el mundo era nuevo porque ellos eran nuevos en el mundo…Naomi poblaba el corazón de Toshiro. Se le anudaba en los sueños con sus largas trenzas negras. Le hacía tener ganas de crecer de golpe para poder casarse con ella. Pero ese futuro quedaba tan lejos aún...”Imposible olvidar esta fecha en que un bombardero yanqui prendió un gran crespón negro al mundo. Imposible creer que esta historia, como la del más de un millón de niños que murieron bajo el exterminio nazi, es agua pasada. El holocausto, como método de sometimiento imperialista, todavía hace pasarela en los grandes escenarios políticos del mundo desde los tiempos en que Ana Frank nos estremeciera al enjaular su corazón en aquel conmovedor diario. Así lo prueba ahora la guerra de Estados Unidos contra Irak. Así lo testifican los ataques de Israel contra el Líbano y Palestina en que las llamadas bombas-racimo depositan el veneno de su ponzoña en los más inocentes. Tampoco han de olvidarse las otras bombas, esas que no hacen su show de fuego ante las cámaras de la televisión; las invisibles, las que estallan, sin ruido, dentro del corazón de una humanidad lacerada de manera impúdica.En medio del pródigo mercado de la guerra la muerte, también, se compra guadaña de oro con la alta y millonaria cifra de niños que mueren, cada año, de enfermedades curables; los que permanecen presos en cárceles del mundo; aquellos que son vejados en su inocencia por soldados norteamericanos, los que son sometidos a la explotación sexual y laboral; los que van apagando su candil ante las sombras del SIDA.El gran guitarrista norteamericano Jimi Hendrix sentenció una vez, en uno de sus conciertos, que cuando el poder del amor sea más grande que el amor al poder el mundo conocerá la paz. Quizás para entonces las grullitas de Naomi y Toshiro levanten vuelo rumbo al sol, que es decir la vida, ante el compromiso humano de no repetir esta historia, para que dos simples niños crezcan sin dolor ni miedo a amanecer, otro día cualquiera de este siglo, sintiendo que no es precisamente el amor lo que les quema el alma.     

¡PLÁTANO MACHO Y MADURO!

¡PLÁTANO MACHO Y MADURO! AÚN TENGO delante de mí la imagen desencajada del afamado intérprete, la vez aquella en que, sentados frente a frente, con todo su séquito de agentes de prensa, representantes y asesores, tembló cuando le dije: Esto no va a ser una entrevista. Esto va a ser un juicio. Yo no voy a ser José Aurelio Paz ni usted Alfredo Rodríguez. Alfredo Rodríguez solo será el acusado, yo el fiscal y usted su abogado defensor.
Todavía recuerdo la vez en que Annia Linares, neurótica por sus excesos del alcohol en aquellos tiempos, quiso tirarme los cuadros y las cortinas de la oficina a la cabeza, en medio de un safari de preguntas difíciles, cuando le confesé que yo respetaba su trabajo, mas no era un loco admirador suyo. O cuando alguien le entregó el periódico con la crítica a Tony Cortés, en el mismo momento de comenzar a almorzar, dio un puñetazo en la mesa, echó a un lado el plato, y dijo: ¡A este tipo lo afeito yo!
¿Y la vez que tuve que acosar a Silvio para robarle una entrevista? ¿Y el desplante de Juana Bacallao que me dejó con la palabra en la boca? ¿Y la mentira que le metí a Rubens de Falco, el actor brasileño, cuando le dije que me quedaría sin trabajo si llegaba a la redacción sin sus respuestas? ¿Y las amenazas que me hizo Antolín el Pichón? ¿Y la vez que Hilda Rabilero casi me demanda y llegó a “sembrarme” en las cazuelas de Oyá, la diosa de los cementerios?
Al periodismo le debo el ácido PH de mis digestiones y la zozobra mañanera que me asalta cada vez que va a aparecer un trabajo crítico; las múltiples personas que, a lo largo de estos años, me han retirado la palabra; quienes me han acusado de sensacionalista, farandulero, amarillista, subversivo y hasta “no confiable”. También el hecho de que mi segundo apellido, Jiménez, haya desaparecido y en tono de jodedera, me digan PAZ-CON-NADIE; de que irónicos intelectuales me hayan aconsejado, en algún momento de mi vida, mayor cantidad de horas-nalgas al momento de escribir y me hallan llamado, de manera peyorativa, escribano; que haya tenido amenazas personales y telefónicas; que por mi pellejo no se dé un centavo en las cafeterías del pueblo y algún que otro brochazo de almidón en la cabeza.
Pero, como mismo guardo todo esos “daños colaterales de guerra”, también acopio el abrazo del elogio de aquellos que me paran, en plena vía pública, como si me conocieran de toda la vida para invitarme a un trago de cualquier aguardiente indefinido, para decirme lo que no les gustó de mi último trabajo, para llenarme la agenda de baches que hay que remendar, fosas desbordadas o viviendas a punto de caerse porque las promesas, a veces, han sepultado las rápidas y lógicas soluciones; esos que son como una tableta de PPG cuando, lisonjeros, me dicen: “¡Sigue ahí, que te necesitamos…!”
Y es que dada mañana, cuando me siento frente a ese cuadro lumínico que, poco a poco, me roba la vista y mi cervical está peor que la mulsonética (una pieza que no aparece y trae a los carros del periódico como una matraca), es como si me enfrentara a mi primera aventura. Y no pienso en riesgos ni en elogios: solo escribo para dejar, ya no en el papel, sino en el disquette —¡vaya modernidad!—, lo poco que me pueda quedar de interesante que decir, de corazón que repartir entre mi gente.
De niño siempre quise ser médico y creo que la vida fue sabia en no darme ese privilegio porque, a esta hora, tendría mi cementerio particular. Mas nunca soñé con esta profesión a la que llegué por puro accidente, sin haber estudiado periodismo y sin saber que para lo que yo había nacido, bueno, regular o malo, era para fisioterapeuta de las ideas.
El ejercicio de esta profesión es un compendio de gestos dulces y violentos, de reacciones tiernas y punzantes, de aplausos, rechiflas e incomprensiones; de dar lecciones de civismo y esperanza escondiendo, a veces, nuestro propio desfallecimiento íntimo; de tener siempre el pie en el estribo cuando casi falta la cabalgadura; y de creernos, como somos, servidores de la gente y no gatos de porcelana colocados sobre una repisa.
Por ello pienso que, en lugar de atormentar a los estudiantes que optan por esta carrera—en la cual lo importante no es llegar a la meta, sino caminar sin límites—, con preguntas en ocasiones rebuscadas, debería medirse, como elemento consustancial, dos cosas: pantalones y entrega. Es decir, ¡plátano macho y maduro!, como escucho ahora por mi ventana pregonar a una vendedora, que acaba de darme el título para esta reflexión sabatina, cuando el periodista que no beba de la calle y de la gente está perdido en un campo de lechuga.
El profesional de un oficio tan importante como este no puede quedarse en el insípido término de “pintón”, porque resulta desabrido, porque nadie quiere probarle, porque si no logra madurar las ideas sociales lejos de todo artificial carburo, tendrá, al final de su faena, solo el verso de Nervo como epitafio: “Pasarás por mi vida/ sin saber que pasaste…”
 Como bien dijera Séneca: Un hombre sin pasiones está tan cerca de la estupidez que sólo le falta abrir la boca para caer en ella.
Como Fusik, el verdadero periodista muere todos los días para vivir de otra manera. Ha de creer en lo que dice y lo que escribe. Ha de estar en sintonía permanente con su sentido del honor patrio. Ha de señalar lo malo y lo injusto, venga de donde venga. Ha de ser madera y no barniz, flor y no perfume, bala y no salva.
Con permiso del artista al que llevé a juicio periodístico un día, tomo su frase más popular y a todas las personas que semanalmente me leen, con odio o cariño, porque lo más terrible es la indiferencia, les digo, simplemente, que ¡Los quiero, mucho, mucho…!

 

 

 

BUSCANDO DESESPERADAMENTE A MICAELA

BUSCANDO DESESPERADAMENTE A MICAELA QUIEN no haya visto en su vida bajar a la Conga de los Hoyos con su proverbial ¡Abre, que ahí viene El Cocuyé!, no puede imaginar, ni remotamente, la tragedia de Micaela, el personaje de la pieza musical que ha llevado a Sur Caribe, en estos últimos meses, al podio más alto de la popularidad.
Ese río humano que, a la sombra del lastimero aullido del cornetín chino y el caliente requinto, como fusión de culturas, va creciendo de manera interminable calle abajo entre sudor y júbilo; muestra de la identidad de un pueblo que se besa a sí mismo a través de tan descollante ritmo.
En medio del reguetón o el hip hop de turnos, un género tan olvidado en los grandes medios se adueña de ellos para decirnos que los tesoros del alma están ahí y solo hay que desenterrarlos, una y otra vez.
Pero, ¿quién pudo ser esa Micaela? Sin dudas, una de esas santiagueras que, a veces hasta con su hijo de meses a horquetadas sobre el cuello, arrollaba, kilómetros y kilómetros, bajo una fiebre heredada de un cabildo de origen franco-haitiano que se asentó en esa zona, en la segunda mitad del siglo XIX, y que se mantiene vivo en el ritmo gracias al amor a las tradiciones.
Arrastrados también nosotros por esa contagiosa fiebre sonora, nos olvidamos, muchas veces, de algo esencial; la historia que nos cuenta Ricardo Leyva en su arrollador ritmo. Con lenguaje sencillo y directo alude a muje de nombre tan humilde que, lejos de los suyos, “solo vive llorando, sufriendo y pensando en su vino/ que no es vino, señor/ ni aguardiente, señor/ es la conga… santiaguera…”
Por descontado damos que se trata de una negra, modesta y ardiente como los hijos de esa tierra cubana, la cual, por esos “odiseos” aires de falacias políticas, se fue tras el espejismo de una mejor danza que, casi siempre, acaba en lágrimas para quienes llegan a Norteamérica con un color de piel diferente o un origen humilde que les hace prohibitivo insertarse en la sociedad de la Coca Cola.
Nostalgias por la conga no resulta solo una paletada de color más al conflicto de la emigración cubana. Es el óxido puesto en metal más profundo, el que no depende de un carro o una marca de ropa, sino de la fragua apagada que es el alma cuando nos falta lumbre propia con qué calentarnos.
Según Salim Lamrani, en un artículo publicado en el medio digital alternativo Rebelión, el caso de la inmigración cubana se manipula constantemente en la llamada guerra mediática contra Cuba. Se esconde así que se trata de un fenómeno viejo, el cual se remonta al 1820, y en el que, antes de 1959, la Isla emitía más emigrantes hacia los Estados Unidos que toda América Central y del Sur juntas, más que el África y Oceanía unidas, superando a gigantes demográficos como China, India, Irán, Turquía e Indonesia. Aspecto este que con la actual política de pies secos, pies mojados, se utiliza como arma política de descrédito contra el gobierno cubano.
Pero apartándonos de estadísticas y evidencias, la tragedia de Micaela no tiene solución en tanto no alude a algo estrictamente material, sino apunta a la pérdida del espíritu de pertenencia, de formar parte de una comunidad que le sustente las ganas de vivir y de ser ella.
Resulta sumamente interesante, en esa nostálgica conga donde las trompetas y los violines incorporados al toque tradicional aportan un ambiente de tragedia irreparable, la presencia de una pérdida raigal en una frase que, a mi juicio, es el corazón de esa historia: “Llora con nosotros”.
La canción no dice te condenamos por haber equivocado el camino, o nos decepcionaste. Como valor esencial de una raza oprimida a todo lo largo de su historia, el llamado que hace la voz del solista encierra un dolor común por pérdida de un miembro de la comunidad que les identifica.
Aquí la patria no es el escudo, la palma el Himno o la Bandera. Aquí es la conga. Esa Conga de los Hoyos en la que, seguramente Micaela dejó sus mejores amigos, su mejor sudor y hasta, quizás, su único par de chancletas.
¿Podrá sobrevivir ella a la sustitución del buche de sambumbia por el american coffe? ¿Logrará el Wisky sepultar, definitivamente, ese otro trago ardiente, a veces con nombre indefinido y sabor a rayo, pero que lo enciende todo por dentro convirtiendo los pies de una conguera consumada en dos locomotoras?
El valor de esa expresión resume el dolor que les une. A ella por haberse extraviado. A ellos por haberla perdido. Quizás era Micaela la que más avivaba la conga con sus voluptuosas caderas o la que más sonreía al paso por la calle Enramada. Tal vez aún está latente la esperanza de la conga por salvarla antes de que, materialmente, se cumpla el vaticinio que hace la canción: “Dicen que se muere,/ que ella quiere lo que no tiene/ que es arrollar…”

FRESA AGRIA

FRESA AGRIA DIJO Antonio Machado una verdad del tamaño del mundo. “De cada diez cabezas, nueve embisten y una piensa”. Y es que la modernidad ha llegado al Planeta vestida de la violencia más absurda.

 

Y no hablo ya de los grandes actos terroristas que azotan la cordura humana. Me refiero a esas pequeñas actitudes cotidianas que, en lugar de convocarnos a la búsqueda común de respuestas a los problemas, también comunes, nos convierten en animales disparados, siempre, a dar coces.

 

La tradición establece, como uno de los siete pecados capitales, la soberbia; ese sentimiento que infla la autoestima, que busca atención y honor y se olvida de la hermosura de las faldas de quien solo es capaz de hacerle agachar la cabeza y que responde al nombre de Humildad.

 

Y es que, como bien escribiera, José María Escribá, el soberbio termina siempre por ser una marioneta vanidosa y sin cerebro.

 

No hay que andar mucho para encontrar a los soberbios. Lo mismo están detrás de un mostrador, que trepados a un escenario o mirándolo todo desde un cargo público que puede ser tan frágil como el mismo aire, y del cual, casi siempre, se descalabran por poner grandes distancias entre el lugar cimero donde se encuentran y quienes le colocaron allí.

 

Al respecto, ese maestro de la fábula que fue Esopo nos cuenta que de nuevo se habían hecho amigos el ingenuo asno y el león para salir de caza. Llegaron a una cueva donde se refugiaban unas cabras monteses y el león se quedó a guardar la salida, mientras el asno ingresaba a la cueva coceando y rebuznando, para hacer salir a las cabras.

 

Una vez terminada la acción, salió el asno de la cueva y le preguntó si no le había parecido excelente su actuación al haber luchado, con tanta bravura, para expulsar a las cabras.

 

— ¡Oh sí, soberbia — repuso el león—, que hasta yo mismo me hubiera asustado si no supiera de quien se trataba!

 

¿Qué quiere decirnos el fabulista con esto? Si te alabas a ti mismo acabarás siendo objeto de burla de los demás, sobre todo de aquellos que bien te conocen y saben que, como todo ser humano, estás tejido con virtudes y también con defectos.

 

En tiempos tan difíciles la humildad es un sentimiento que hay que cultivar a la luz del día. No aparece en los planes de producción de ninguna empresa. No está comprendido en la proyección de los organismos internacionales que buscan el bienestar común del mundo. Incluso, la familia, no se lo prevé dentro de sus necesidades más acuciantes. ¡Pero es tan necesario y hace tanto bien!

 

Los grandes personajes de la historia siempre lo han echado en su mochila o su morral a la hora de emprender una tarea humana. De ella han estado hechos los grandes hombres y mujeres de la humanidad; Gandhi, Luther King, Madre Teresa de Calcuta… Martí es nuestro mejor ejemplo.

 

¿Acaso la actitud de no violencia de Gandhi  no era su mejor símbolo de humildad? ¿Y acaso la ternura, la modestia y el decoro no vienen casados con ella?

 

En tal sentido el Apóstol de Cuba, que quiso hacer un compendio de razones éticas en su poesía para que comulgara, a la vez, con su propio ideario, nos los demuestra en sus Versos Sencillos. No solo por el adjetivo que les pone sino por el modo en que construye este humilde podio poético. ¿Por qué la redondilla como vehículo? Por el sentido popular de la forma estrófica tan utilizada en toda la América de tu tiempo para cantar versos —de ahí su facilidad de ser entonados y memorizados hasta por los niños.

 

Y creo que en su figura está el paradigma de cómo debemos ser. Jamás olvidó que nació en una de las más humildes callejuelas habaneras como fruto de dos personas que eran dos simples ciudadanos de este país, e incluso, durante su estancia en Nueva York, mordido por la nostalgia de nuestro sol.

 

“Artes soy entre las artes/ y en los montes, montes soy…” Lección meridiana esta, en dos simples versos, que habla de la actitud del ser en circunstancias y escenarios distintos. Martí supo ser la idea suprema del análisis profundo, llámese social, cultural o político, en los grandes círculos intelectuales de nuestro continente. Pero, a su vez, supo ser también el humilde soldado que fue al frente de batalla, a sabiendas que en ello le iba la vida.

 

Decía Albert Camus, el escritor francés, que la estupidez insiste siempre. Pero contra ello es preciso, también desde la humildad, luchar. ¡Ah contradicción humana: los grandes siempre se sienten pequeños mientras los pequeños se creen grandes!

 

Todos conocemos la triste historia de Masicas. Y Pregunto: ¿Cuántas Masicas y Masicos no reconocemos a diario? El significado del nombre del ambicioso personaje, que nos regalara Martí en uno de sus más populares cuentos rescatados de la literatura universal, significa fresa agria.

 

Cada quien sabe lo que cultiva y se hace responsable de ello. Todos conocemos nuestras fresas agrias y las del patio del vecino. En tiempos tan difíciles hay que saber producir la dulzura de los buenos sentimientos para que crezcan buenas obras, si no queremos amanecer un día, como la ambiciosa mujercilla del leñador, tristemente muerta, cubierta solo de harapos y con el morral vacío por almohada.

 











 

 

¡QUE VIVA MI SUEGRA...!


SU CARA era la de un iracundo suicida. Sentado en el parque, mi amigo me espetó sin más ni más: ¡Compadre, escribe de las suegras! Y me habló, entonces, de que había dado un portazo y se fue a ese lugar a refrescar. ¡Estoy harto de sus puyitas y sus insinuaciones.
¿Será realmente que el simple hecho de pasar a ese status siembra en la mujer el cromosoma del hada mala de los cuentos? ¿Manifestación esta del exceso de celo por nuestros hijos? ¿La huella de lo que pudiéramos llamar un machismo globalizado? ¿O, simplemente, ganas de jo…robar? Hagamos un ejercicio de reflexión colectiva.
Miremos, primero, desde la posición de la suegra. Cuando se nos casa un hijo creemos haberlo perdido para siempre. Asumimos que llega un “intruso” a romper la armonía familiar. Casi nunca cumple los patrones que hemos idealizado sobre la pareja perfecta. Siempre tiene a nuestros ojos un defecto. No respetamos la independencia de ellos. Queremos educar a sus hijos según nuestros patrones y violamos las decisiones tomadas al respecto. Tememos hasta por el aprovechamiento que pueda hacer la otra persona de los bienes comunes. Establecemos muchas veces, como campo de batalla, el silencio en lugar del diálogo. No le aceptamos.
Rotemos la posición ahora. Seamos yerno o nuera. Generalmente llegamos a la nueva familia lejos de toda postura humilde y de asumir una real integración. Venimos con la vocación neroniana de incendiarlo todo y construir sobre las cenizas. Se arrastra la predisposición del modelo establecido por la tradición y, en consecuencia, se actúa. No aceptamos la crítica por una persona que ha vivido más que nosotros y, supuestamente, quiere nuestro bien. En el mejor de los casos, colocamos la tolerancia en lugar de la aceptación.
Ahora bien, hagamos otro inventario. Pocas veces se escucha a alguien decir que no soporta a su suegro. Todos los chistes giran en torno a la figura femenina (¿Por qué existen las suegras? Porque el diablo no puede estar en todas partes.) Su nombre es usado, incluso, para nombrar aquellas plantas menos bondadosas como es el caso del enorme cactus mexicano, muy espinoso, al que se le denomina Asiento de suegra o nominar a esos rodetes que, en otras culturas, se usan para llevar pesos sobre la cabeza; además de las múltiples expresiones peyorativas que usamos a diario.
Hasta el cine se ha encargado de acentuar esa imagen maniquea con películas como Una suegra de cuidado, dirigida por el cineasta Robert Lujetic, en la que se cuenta la historia de una profesional que teme perder a su hijo, de la misma forma en la que perdió su carrera, y decide asustar a la nueva prometida convirtiéndose en un ser malévolo y cruel que encarna Jane Fonda.
La historia misma es pródiga en recoger conflictos de este tipo. El profeta bíblico Miqueas, cuando se refiere a la corrupción de Israel, menciona, entre otros asuntos, a las nueras que se revelan contra las suegras. Terencio, el favorito de los círculos literarios romanos, escribió, ya en su época, la obra La suegra, basada en otro contemporáneo griego: Apolodoro de Caristo. O el caso de los enemigos de la reina de España, María Luisa de Orleáns, que estuvieron encabezados por su suegra Mariana de Austria, quien no cesaba de recriminarle su esterilidad.
El caso contemporáneo más sonado es el de la acusación que ha hecho recientemente la gran duquesa y esposa del gran duque Enrique, actual jefe del estado de Luxemburgo, conocida también por “la criolla” debido a su origen cubano, quien acusa a su suegra, la gran duquesa Josefina Carlota, de querer destruir su matrimonio en razón de su origen plebeyo y de presuntas infidelidades.
Pero volviendo al seno de las familias comunes, casi nunca valoramos su papel de matrona, en su acepción noble y virtuosa, que se desvela porque los nietos lleguen siempre a tiempo a la escuela, o tengan la memoria lista, o duerman a pierna suelta y protegidos, mientras la pareja se va de fiesta o a una discoteca a “descontectar”. Para entonces esto no es un mérito, sino una obligación.
Que conste, que no pretendo, con estas ideas, que las suegras me hagan un monumento o que mi amigo nunca más me dirija la palabra. De que las hay, las hay, como mismo sucede con yernos y nuevas. Solo es cuestión de echar a un lado todo lo que pueda separar y dividir y pensar, de manera más edificante en lo que une y sintetiza un verdadero sentimiento filial. El instrumento mejor es el respeto mutuo. Aceptar en lugar de tolerar. Y, sobre todo, de establecer el diálogo franco y conciliatorio. Cada familia ha de buscar su muy particular fórmula, cuando vivimos estrecheces materiales que nos impiden hacer valer el viejo proverbio de que “el que se casa, casa quiere.”

CLASIFICADO: \

CLASIFICADO: \ (Para mis amigos brasileros Susanne Buchweitz y Helcio Moura de Cardoso, algunos de los “culpables” de mi amor por ese país)


He buscado en toda la Internet. En las páginas de las subastas más insólitas.
Abro un sitio como Ebay y me encuentro con un “stripper” que vende un implante de senos; un chileno, el dominio www.Pinochet.com; otros ofrecen supuestos restos del Columbia, el balón errado por Beckham en la Eurocopa o tres mujeres vietamitas; y hasta un osado se atreve a subastar el Banco Mundial, que de poco o nada sirve a los países pobres.
Otro propone a su suegra sobre supuestos argumentos de que es “la mejor del mundo”; una agencia de viajes ofrece paquetes turísticos para enviar de vacaciones a su osito de peluche; la venda ensangrentada que cubrió la cabeza de Ariel Sharon, al lesionarse durante la Guerra del Medio Oriente en 1973, resulta altamente cotizada; y hasta un pan de hamburguesa donde, supuestamente, aparece reflejada la imagen de María, causa escándalo.
Y busco. Y busco más a ver quién vende un corazón. Entonces encuentro la noticia de un policía que rescata a gnomos secuestrados; un vuelo suspendido en Argentina por culpa de un caballo; una Valla publicitaria que le busca esposa a soltero de Utah; un político en Rosario que hace campaña regalando despertadores y hasta una universidad romana que ofrece cursos de exorcismos.
Pero nadie vende, materialmente, su corazón.
Solo la poesía lo hace virtualmente. Como un motor—buscador más en el ciberespacio de los sentimientos, que pretende atrapar a otro corazón. Un recurso poético para que el desamor entreteja su red contra el desamparo.
Y un poeta escribe:
“Se vende un corazón que está sangrando/ por una herida profunda que no cierra,/ un corazón que ha sido despreciado/ dejado a la intemperie para que muera.”
Y un solitario pone un clasificado:
“Gran corazón rojo, relleno de defectos y virtudes, dispuesto a dejar de latir por su dueña. Lo único que pide a cambio es que lo quieran un poquito. Es recargable, resistente, duradero, tierno y fiel…¡Decídete ya!”
El humorista recomienda:
“NO se deje el corazón al alcance de las niñas mayores de 18 años. El mal uso del ‘producto’ puede ocasionar traslado de vivienda. Contiene detector de mentiras. ¡Cuídelo que no trae piezas de repuesto!”
Y hasta una suicida alerta:
“Se vende un corazón o se traspasa. Urge la transacción por desamada.”
Y pienso, y siento, que la Humanidad necesita de un corazón único, íntegro, como ese pan que sirve para todo y alimenta.
Un corazón que acabe con el hambre, las guerras, la prostitución infantil, el cáncer, el SIDA, la desidia, el desamor, la envidia, el desacato, el igualitarismo, las falsas libertades de prensa, la demagogia, el desgobierno de los pueblos… en fin, todo lo que enferma el músculo más perfecto, más socorrido, más vilipendiado de la historia.
Un corazón que, en acto de humana magia, trueque en flores las balas que mataron a Lorca; uno como el que atropelló la torpe bufanda de Isadora; el que puso a prueba Neruda en Veinte poemas de amor y una canción desesperada; el de Haydee abrigando a los artistas junto a los desamparados ojos de su hermano en manos de sus verdugos; o el que mudó en manantial aquella mañana en Dos Ríos. El que late, lleno de contradicciones y amores, sobre esta Isla, como quien navega, noche y día, al encuentro de su amada.
Para ello harán falta fábricas de besos en lugar de las de misiles. Sonrisas que viajen hacia otras sonrisas sin llegar a ser como misiones espaciales. Velas que con su pabilo aromaticen la tierra de verdaderas esencias naturales. Cáscaras de silencio antes que fruta de palabrería insana. Funerarias y cementerios clausurados por el ocio. Manos dispuestas a terminar de tejer la inacaba esperanza.
Porque el corazón del Planeta no puede continuar siendo ese caracol al que le han robado el susurro de las olas. Porque necesitamos a alguien, o mejor dicho, a muchos que soplen por la brisa y enrumben proa. Que partan, otra vez, el mar en dos para que el pueblo pase. Alguien que desentierre, de una vez, el tesoro de los buenos corazones heredados.
Estoy seguro, y aquí si digo verdad. No creo que haya nadie dispuesto a vender su corazón por alta que sea la cifra. Pero sí creo que debemos exigirlo. Estamos a tiempo. Debemos exigirnos compartir el corazón, entre todos, como jugosa fruta bendecida.

EL IDIOTA ANALÓGICO


 ÉL NO hizo la cola del supermercado. Ladró en italiano y se coló, mejor que cualquier cubano, a la fuerza. Pagó su mercancía. No le dio un céntimo de propina a la cajera y ni siquiera las gracias por su amabilidad. Los que estábamos en la fila lo miramos, como fantasmas, y aceptamos aquello como algo natural.
Fue el momento exacto en que descubrió a la muchacha. Ella, con la timidez propia de la típica mujer del campo, se hacía acompañar de su madre. El, como un dinosaurio europeo, se le acercó, ladino, y comenzó a susurrarle, ¡a saber qué cosas!
Ella negaba con la cabeza. Él insistía. Ella decía que no, sonrojada y tímida. Él se dio cuenta, entonces, que tenía que comenzar enamorando a la madre, una señora que se avenía mejor a su edad diluviana de macho en celo, que aquel fresco manjar atrapado en unos “pélvicos” que dejaban al descubierto la tersa piel amarrada a un juvenil ombligo.
Con una manota le tomó entonces el mentón a la mujer mayor que no sabía qué hacer ante el insistente atrevido. Sorprendida e iracunda, también, , negó con la cabeza.
Fue el momento en que el turista abrió sus fauces como aquellos escuálidos que nadaban, hace mas de 100 millones de años en los mares del período Cretácico. Hubiese querido destrozarla a dentelladas puras, pero hubiese sido una actitud caníbal y un descrédito para un hombre supuestamente civilizado y venido del viejo mundo como colonizador postmoderno.
Casi un eructo salió de su boca como una bola de fuego. Y, de verdad, no supe si se trataba del malcriado dragón de los cuentos infantiles o, simplemente, una caguama queriendo desovar los huevos de su ira en aquella noble familia.
¡Idiooota! —gritó en perfecto español el hombre y, dando media vuelta, se marchó como un perro con el rabo entre las patas.
Seguramente se fue maldiciendo y pensando que era inconcebible, fuera de todo pronóstico, que una “indita” se resistiera a que el “hombre blanco” le llenara de abalorios y cristalitos fatuos a cambio de sus favores.
El pueblo cubano, me atrevo a firmarlo lejos de todo chovinismo barato, es, sin dudas, uno de los más hospitalarios del Planeta. Acoger al turista como a un pariente querido que acaba de llegar a nuestra casa, no siempre es una actitud movida por el dinero y los resortes materiales. El afecto y la familiaridad propios del cubano, a pesar de algunas interesadas sanguijuelas que pululan por las calles, es un rasgo que nos distingue en el mundo y nos hace seres irrepetibles.
Pero, penosamente, a veces esas actitudes son mal traducidas, no por quienes de modo sincero vienen a conocernos como comunidad humana y nos respetan de igual a igual. Esos que nos han brindado la solidaridad más absoluta en los momentos difíciles o aquellas personas, de cualquier parte del mundo, que quieren conocer a un pueblo que jamás ha perdido su sonrisa ante nada ni nadie.
Me refiero a los otros, los que siendo en su país de origen seres anónimos, como un simple  número en el frío registro poblacional, vienen aquí a sentirse señores feudales, a travestirse en una versión contemporánea del bárbaro nómada Gengis Kan, dispuestos a raptar doncellas casi por nada.
Y es ahí donde esta especie de turista se equivoca, cuando piensa que toda cubana tiene un precio, un bajo precio, y puede ser encantada, y comprada, por el subyugante tintinear del dólar porque, precisamente, esa es la imagen negativa prefabricada fuera de Cuba. Imagen que ha pretendido revitalizar, infructuosamente, la postal de casinos y libertinaje que era la Isla, como destino, antes del ’59. Supuesto marketing que pretende obviar las bellezas naturales de este país y, especialmente, de su gente, para insistir en un ataque político a la moral de la mujer cubana.
Estos personajillos no se quedan casi nunca en la costosa capital. Vienen al interior donde la nobleza es más fácil de tocar como quien toma, con la mano, la fruta del árbol prohibido. Son los que se hacen rodear de un séquito de “inocentes” depredadores que le conectan con el bajo mundo que buscan para sentirse reyes. Son los que andan con ropajes impúdicos sin que sean multados por ninguna autoridad, se creen con derecho a maltratar a cualquier empleado en los establecimientos y nos consideran, en el mejor de los casos, sus criados.
Si bien el país ha encontrado en el turismo una brecha inteligente para paliar la crisis económica, a partir de algo que nos pertenece: nuestra riqueza geográfica y, por encima de ella, nuestra riqueza en generosidad; los ciudadanos debemos estar alertas ante actitudes tales que nos conviertan en sus vasallos, como nostálgicos señores feudales ellos, trasnochados, que regresan a América en busca de su perdida dote.
En lo particular, porque la dignidad de un pueblo no solo las establecen las leyes de un país, cada quien que sepa distinguir entre “el amigo sincero que nos da su mano franca” y entre el quiere arrancarnos el corazón con que vivimos; para saber a quiénes le abrimos o no las puertas de nuestra casa, que es abrirles, también, las puertas de nuestro corazón.
Decía el filósofo y escritor francés Edmond Thiaudiére: “Me parece que la civilización tiende más a refinar el vicio que a perfeccionar la virtud” y, a veces, quienes nos visitan bajo el status de turista confundido, esconden en su sospechosa actitud mimética esos peligrosos síntomas.
Los de acá, los que todavía “padecemos” de amor propio por ese verbo martiano de: “…en los montes, montes soy”, debemos tener fresquitas las palabras de Goethe cuando decía que “el comportamiento es un espejo en el cual cada uno muestra su imagen”. Ser hospitalario no significa ser alfombra. Ser educado no puede traducirse como incondicionalidad ramplona con quienes nos ofendan o denigren. Esos idiotas analógicos que, creyéndonos indios, nos agreden, han de desactivarse con la elegancia propia del relojero que pone la maquinaria bajo su profunda mirada potenciada por el lente, para luego ajustarle la cuerda con la minuciosidad que se requiere, con la exactitud de la hora o, en su defecto, tira el reloj a la basura y dice con desdén: ¡Este no sirve!

IMAGINEMOS A LENNON

IMAGINEMOS A LENNON

Ahora Lennon parece reposar, pensativo, en su banco de un parque del Vedado. Nos encanta sentarnos a su lado. Regalarle flores sin saber si las prefería. Y hasta le hacemos guardia permanente para que nadie vuelva a robarle los espejuelos.

Sin embargo, no es un secreto que hablar del exbeatle en Cuba, en la década de los ’70, era asumir una posición iconoclasta y sospechosa. Llevar bajo el brazo una de aquellas copias metálicas y clandestinas de sus discos, casi portar una bomba lírica como le llaman algunos a sus canciones.

¿Acaso la rigidez política de una época? Quizás, pero también la reacción lógica de los status de entonces, llámense como se llamen, frente a tanto "desatino".

Lennon, para el mundo todo, no era un revolucionario. Era un revoltoso. Tuvo que morir a manos de un loco para que se le comprendiera y fuera asumido con patrimonio universal del alma humana. Aunque, quizás, haya sido víctima de un bien orquestado plan secreto que archiva su muerte en la misma bruma que dejó sin respuesta la última llamada telefónica de la platinada rubia de Hollywood. Con su canción Help!, de su disco homónimo de 1965 en el que aludía a su pérdida de independencia y al aumento de su inseguridad al ser tragado por la maquinaria de la fama, comulgaba con los fantasmas de la propia Marilyn.

Su primera "perversión" pública partió de una travesura juvenil. Orinó a unas monjas desde el tejado de una iglesia en Liverpool. Y, todavía, mucha gente se pregunta si solo trataba de ofender a las religiosas o de algo más profundo como el hecho de desafiar al poder eclesial. A lo cual se sumó, de manera escandalosa y controversial, años después, una declaración que fue casi otra atómica dejada caer sobre el Planeta, cuando declaró que eran ellos más famosos que el propio Jesucristo.

El articulista John Tomson afirma que hasta en su libro A spanner in the works, escrito por entonces, se manifiesta su sentido de ir en contra de las estructuras, llámense sociales o políticas. En él utiliza como título ese juego de palabras intraducibles, pero que tienen un significado semejante a la expresión hispana de "joderlo todo".

Según el propio crítico afirma, en su disco Some Times in New York City (1972), el artista establece su famosa declaración feminista donde expresa que "la mujer es el negro del mundo" refiriéndose a su discriminación doméstica y social, y pide que "pensemos en eso y hagamos algo".

Se suman sus desnudos fotográficos en afamadas revistas de la época, junto a su compañera Yoko Ono, armando un revuelo tal que sus ecos llegan, todavía, a nuestros días. ¿Era John una especie de striper provocativo, de exhibicionista sexual que pretendía mostrar su nada apetitoso cuerpo o se trataba de agredir, con tal actitud, a pruritos y falsas morales de la época?

Claro que también cae en posiciones extremas, según mi punto de vista, cuando en una de sus canciones hechas en contra del sistema carcelario incita a todos a liberar los presos y encarcelar a los jueces. Reacción que solo se puede entender si no se globaliza y se asume como su experiencia personal ante las políticas judiciales de la Inglaterra de su tiempo.

También está su obra Revolution que fuera malentendida y calificada de apolítica y conservadora, según el propio investigador Tomson, cuando lo que pretende es criticar a los grupos de la izquierda radical de entonces que veían solo en los procesos revolucionarios la capacidad de destruir los órdenes viejos, sin asumir, también el carácter constructivo de otros nuevos.

Su emblemática Imagine acaba de cumplir, el pasado jueves, 25 años de creada. Canción escrita en el año 1971 en un contexto mundial en que comenzaba a romperse lo que se ha dado en llamar el "consenso de la postguerra", es decir, el equilibrio de relaciones entre las burguesías imperialistas y sus propias clases obreras. El capitalismo asomaba, cada vez de manera más profunda, su incapacidad social. La hegemonía del poder norteamericano empezaba a ser quebrantada y la derrota de sus tropas en Viet Nam era casi una premonición.

De modo que si en canciones de corte político anteriores como I don’t want to be a soldier, Lennon se ponía piel de soldado para gritar "no quiero morir", en la antológica pieza existe, de manera implícita, la utopía actual de los revolucionarios de hoy, de que otro mundo es posible, cuando expresa: "imagínate a toda la gente/ compartiendo el mundo"; luego afirma: "Puedes decir que soy un soñador/ pero no soy el único"; y lanza una exhortación final: "espero que algún día te unas a nosotros/ y el mundo vivirá como uno".

Por ello, no pretendamos entender a Lennon. Quizás su estatua, en el parque del Vedado, sea un acto nuestro de exorcismo generacional, pero él no está ahí. Prefiero imaginarlo, susurrándome al oído la misma frase de Martin Luther King cuando, desde su I have a dream, nos convocara a un sueño común en que "no estaremos satisfechos hasta que la justicia no caiga como una catarata y el bien como un torrente".

Prefiero imaginarlo, cantándole al mismísimo Bush, frente a la Casa Blanca, aquellos versos de Give me some truth, que tan bien le vienen a esa caricatura de gobierno, a ese gobernante de atrezzo, cuando gritó, Lennon, desde lo más profundo de su alma: "Ya estoy harto de leer chorradas de políticos neuróticos, psicóticos y estúpidos,/ lo que quiero es la verdad,/ ahora."

BALADA DE LAS DOS ABUELAS

BALADA DE LAS DOS ABUELAS

La muerte me las quitó antes de tiempo. Apenas guardo el contorno de mis abuelas. Quizás una arrugada mano alisando mi pelo o la caricia de unas torrejas ahogadas en almíbar. Ambas se "fueron" sin siquiera dejarme el sabor de una huella.

Quizás por eso en mis artículos, y me confieso, les haya citado en algún momento, más que por pura mentira por imaginar, y creerme, lo que siempre dicen las abuelas. Esa atinada frase en el instante preciso que no es otra cosa que un compendio de sabiduría que se regala con el mayor amor del mundo.

Siempre crecí con ese agujero. Mi corazón se hizo hombre con esas dos ventanitas de luz cerradas. Quizás por ello condeno tanto a quienes, todavía, les tienen como dulces esclavas y no aquilatan sus desvelos, cual simple comadrita, ya sin balancines, que una vez sirvió de cuna. Y envidio, dulcemente, a aquellos que les llenan de mimos, a sabiendas de que la vida les ha premiado con ese regalo lleno de canas que lo perdona todo, que lo admite todo, que es la sabia de lo sabio alimentándonos siempre para que no "pequemos" con sus propios yerros.

Pienso, a pesar del respeto por ese poeta que es nuestro Nicolás, que también él sucumbió, sin darse cuenta, al acendrado machismo histórico que nos sofoca a la hora de pintar nuestros orígenes, en ese galeón poético que es su Balada de los dos abuelos.

¡Qué humano, que justo y qué hermoso hubiera sido escuchar en el rumor del caracol de sus versos!: Sombras que solo yo veo,/ me escoltan mis dos abuelas… Creo que el poema de Guillén, lejos de todo evidente sentido patriarcal, hubiese sido más humano y transparente, en tanto, a la sangrante herida le hubiese colocado azahar en ese intento por reflejar dos antagónicos mundos que dieron vida a nuestra estirpe.

¿Acaso nuestra misma Mariana no dejó la impronta del coraje y el amor desmedido cuando envió sus hijos a la manigua? Quizás algunos piensen, todavía, de que primó más la esencia patriótica que la materna. Sin embargo, ningún libro de historia sería capaz de recoger ese dolor agónico, solo sufrido por ella, en que el rayo de una decisión profunda iluminó la oscuridad de nuestras palmas.

Hoy he llorado ante mi computadora. Y esto no es una metáfora. La noticia, por reiterativa, me ha devuelto la agonía de Ulises escuchando las engañosas voces que le llegaban desde las costas de Ítaca, con una nota diferente de angustia; una anciana de 75 años descansa en la morgue de Miami al fallecer víctima de otro supuesto acto de contrabando humano entre las costas de La Florida y Cuba.

Y me atrevo a fabular en voz alta y a preguntarme: ¿Sería por decisión propia o habrá sido engañada en un paseo hacia la muerte? ¿Iría, como cordero al sacrificio, consciente de que la familia es ese primer olor Patria, donde el jazmín de la fidelidad lo marca todo?

Nunca olvido una de mis más conmovedoras experiencias al paso por Miami. Una amiga, que tenía un Home como negocio, es decir, una casa para ancianos, me dio cobija. Una viejita de Alacranes, al saber que regresaba yo a Cuba, me rogó encarecidamente que me la trajera de vuelta, que extrañaba increíblemente su varentierra y sus vecinas, su Galán de Noche repugnándola de aroma y su perro Canelo, en franca bronca siempre con Melchora, su astuta gata, que, seguramente, penaba ahora, maullando por los tejados, ante su ausencia.

La angustiada mujer me vigilaba cada día. Se asomaba al cuarto a ver si mi equipaje estaba, porque había decidido "fugarse" conmigo como en una de las trágicas escenas de Lorca. Y hasta sé que me habrá maldecido la mañana en que sus apagados ojos encontraron solo el vacío espacio donde descansaba mi maleta.

De entonces a acá he vivido con ese dolor a cuestas como la misma ausencia temprana de mis abuelas, removida ahora en la noticia de esta otra mujer que sí ha sido pasto de una política tuburonera de falso humanismo y libertad.

Me la imagino en medio de la oscura travesía. Quizás enjugando una lágrima para no mostrar su pena o ese desvarío que sufren los ancianos cuando el escenario de sus mejores batallas por la vida es borrado de un plumazo.

¿Qué nostalgias viajarían el encrespado mar de sus recuerdos, mientras la turba de escualos perseguía la propela en otra Crónica de una muerte anunciada? ¿Acaso en la rabona que dejó empollando? ¿O en quién regaría sus matas de Nomeolvides? ¿En los huesos del abuelo reposados en la tierra que les diera alas a sus amores?

Nadie lo sabe. Quizá los ojos de esta abuela, en su último momento de lucidez, hayan revivido, en silencio, los versos de John Milton, el poeta inglés, cuando en su poema El paraíso perdido, expresara: "Aquellas llamas no desprendían luz alguna; pero las tinieblas visibles servían tan solo para descubrir cuadros de horror, regiones de pesares, oscuridad dolorosa, en donde la paz y el reposo no pueden habitar jamás, en donde no penetra ni aun la esperanza."

LAS FLORES QUE NO SE VENDEN

LAS FLORES QUE NO SE VENDEN AQUELLA mujer no era una simple merolica. Parada en la esquina de la shoping miraba para todas partes mientras ofrecía su producto. Más bien parecía un ama de casa escapada de su aburrido reinado de ollas y calderos.
¿A cómo son?, pregunté mirando las hermosas orquídeas que reposaban en su caja. A Peso, respondió. Y yo, mordido muchas veces por esa picaresca de vendedores callejeros que convierten, a ex profeso, en eufemismo la divisa al hablar de la moneda nacional, rectifiqué: ¿A dólar? A lo que la mujer negó con la cabeza.
Le solicité entonces que me aguantara una jaba que yo traía mientras escogía las flores. Y cuando le pedí que me devolviera la bolsa para pagarle, con ojos desconfiados, se negó y me dijo: Primero, págueme. Yo la miré sin entender y ella reafirmó lo que comenzaba a sospechar: Hasta que usted no me de el dinero no se la entrego.
Aquel acto me transmutó en el mitológico dragón de las siete cabezas. Comencé a ponerme rojo de la vergüenza y eché fuego por la lengua. Le dije que se había equivocado de personaje y, devolviendo las flores al cajón, tomé mi jaba y, ofendido, me marché.
Confieso que tuve que sentarme en el parque a coger aire. No había otra lectura. La mujer me había visto cara de ladrón. ¡Y ladrón de flores nada menos!
Pero como era 31 de diciembre me dije que alguna explicación lógica tenía que haber tras aquella extraña actitud. Pensé entonces: ¡Qué necesidad habrá tenido la señora que, en lugar de estar preparando el mojo para el puerco de fin de año, estaba allí, asustada como un curiel, ofreciendo, estoy casi seguro que con dolor, el fruto de su mata más querida, a un precio risible que confirmaba mi tesis de que no era de esas despiadadas vendedoras que pululan por ahí!
Tal vez era el resultado de las veces que la pobre había sido timada por esos Yarinis callejeros, o a saber las historias que le hicieron sobre las trifulcas y las triquimañas, que, unos a otros, se hacen por robarse el cliente.
Acabé por aceptar que el culpable había sido yo. Decididamente, esa mañana, al pararme frente al espejo de mi cuarto, no había escogido mi mejor cara para salir a la calle.
Tomé así una decisión. Regresar a aquella esquina, comprarle todas las orquídeas y, luego, regalárselas para que regresara a su casa y las pusiera en un búcaro como buen augurio para el nuevo año. Sin embargo, cuando llegué, ya ella no estaba. O las había vendido todas o, asustada, por mi desplante, regresó, como una exhalación, a su humilde reinado.
Y, ahora, que comenzamos una vida nueva, porque cada almanaque es como si volviéramos a nacer, decidí contar esta historia que puede ser un aldabonazo contra actitudes que laceren o marchiten esa fraternidad que, como buenos cubanos, siempre nos ha distinguido. Nada en el mundo puede hacernos cambiar porque el valor de la moneda, en las bolsas, varía constantemente, pero un buen corazón no tiene precio.
Con razón decía Sófocles, desde los antiguos tiempos griegos, que el que es bueno en familia, es también buen ciudadano. De ahí mis votos porque el nuevo año sea una convocatoria íntima a fortalecer los sentimientos más nobles en el seno familiar, de manera que, luego, ellos irradien, desde nuestras actitudes sociales, y toquen a otras personas, y pongan luz donde haya oscuridad, y pongan el abrazo donde reine el desamor.
Todos tenemos que proponernos ser mejores ciudadanos. La SOLIDARIDAD tiene que volver a encendernos como faroles festivos que, en guirnalda sobre nuestra querida Isla, nos conviertan en un trasatlántico de lujo.
No ese lujo fatuo que rutila desde una cadena del golfield, desde un auto de turismo o un diente de oro. Sino ese otro auténtico fulgor que nace de la modestia y la humildad como únicas prendas, las que adornaron, antaño, a nuestros bohíos y a nuestras abuelas cuando regaban sus matas, mientras las frágiles alas lilas de sus orquídeas revoloteaban, desde el verde, para decirnos que el perfume del amor propio no se vende.