LAS FLORES QUE NO SE VENDEN
AQUELLA mujer no era una simple merolica. Parada en la esquina de la shoping miraba para todas partes mientras ofrecía su producto. Más bien parecía un ama de casa escapada de su aburrido reinado de ollas y calderos.
¿A cómo son?, pregunté mirando las hermosas orquídeas que reposaban en su caja. A Peso, respondió. Y yo, mordido muchas veces por esa picaresca de vendedores callejeros que convierten, a ex profeso, en eufemismo la divisa al hablar de la moneda nacional, rectifiqué: ¿A dólar? A lo que la mujer negó con la cabeza.
Le solicité entonces que me aguantara una jaba que yo traía mientras escogía las flores. Y cuando le pedí que me devolviera la bolsa para pagarle, con ojos desconfiados, se negó y me dijo: Primero, págueme. Yo la miré sin entender y ella reafirmó lo que comenzaba a sospechar: Hasta que usted no me de el dinero no se la entrego.
Aquel acto me transmutó en el mitológico dragón de las siete cabezas. Comencé a ponerme rojo de la vergüenza y eché fuego por la lengua. Le dije que se había equivocado de personaje y, devolviendo las flores al cajón, tomé mi jaba y, ofendido, me marché.
Confieso que tuve que sentarme en el parque a coger aire. No había otra lectura. La mujer me había visto cara de ladrón. ¡Y ladrón de flores nada menos!
Pero como era 31 de diciembre me dije que alguna explicación lógica tenía que haber tras aquella extraña actitud. Pensé entonces: ¡Qué necesidad habrá tenido la señora que, en lugar de estar preparando el mojo para el puerco de fin de año, estaba allí, asustada como un curiel, ofreciendo, estoy casi seguro que con dolor, el fruto de su mata más querida, a un precio risible que confirmaba mi tesis de que no era de esas despiadadas vendedoras que pululan por ahí!
Tal vez era el resultado de las veces que la pobre había sido timada por esos Yarinis callejeros, o a saber las historias que le hicieron sobre las trifulcas y las triquimañas, que, unos a otros, se hacen por robarse el cliente.
Acabé por aceptar que el culpable había sido yo. Decididamente, esa mañana, al pararme frente al espejo de mi cuarto, no había escogido mi mejor cara para salir a la calle.
Tomé así una decisión. Regresar a aquella esquina, comprarle todas las orquídeas y, luego, regalárselas para que regresara a su casa y las pusiera en un búcaro como buen augurio para el nuevo año. Sin embargo, cuando llegué, ya ella no estaba. O las había vendido todas o, asustada, por mi desplante, regresó, como una exhalación, a su humilde reinado.
Y, ahora, que comenzamos una vida nueva, porque cada almanaque es como si volviéramos a nacer, decidí contar esta historia que puede ser un aldabonazo contra actitudes que laceren o marchiten esa fraternidad que, como buenos cubanos, siempre nos ha distinguido. Nada en el mundo puede hacernos cambiar porque el valor de la moneda, en las bolsas, varía constantemente, pero un buen corazón no tiene precio.
Con razón decía Sófocles, desde los antiguos tiempos griegos, que el que es bueno en familia, es también buen ciudadano. De ahí mis votos porque el nuevo año sea una convocatoria íntima a fortalecer los sentimientos más nobles en el seno familiar, de manera que, luego, ellos irradien, desde nuestras actitudes sociales, y toquen a otras personas, y pongan luz donde haya oscuridad, y pongan el abrazo donde reine el desamor.
Todos tenemos que proponernos ser mejores ciudadanos. La SOLIDARIDAD tiene que volver a encendernos como faroles festivos que, en guirnalda sobre nuestra querida Isla, nos conviertan en un trasatlántico de lujo.
No ese lujo fatuo que rutila desde una cadena del golfield, desde un auto de turismo o un diente de oro. Sino ese otro auténtico fulgor que nace de la modestia y la humildad como únicas prendas, las que adornaron, antaño, a nuestros bohíos y a nuestras abuelas cuando regaban sus matas, mientras las frágiles alas lilas de sus orquídeas revoloteaban, desde el verde, para decirnos que el perfume del amor propio no se vende.
¿A cómo son?, pregunté mirando las hermosas orquídeas que reposaban en su caja. A Peso, respondió. Y yo, mordido muchas veces por esa picaresca de vendedores callejeros que convierten, a ex profeso, en eufemismo la divisa al hablar de la moneda nacional, rectifiqué: ¿A dólar? A lo que la mujer negó con la cabeza.
Le solicité entonces que me aguantara una jaba que yo traía mientras escogía las flores. Y cuando le pedí que me devolviera la bolsa para pagarle, con ojos desconfiados, se negó y me dijo: Primero, págueme. Yo la miré sin entender y ella reafirmó lo que comenzaba a sospechar: Hasta que usted no me de el dinero no se la entrego.
Aquel acto me transmutó en el mitológico dragón de las siete cabezas. Comencé a ponerme rojo de la vergüenza y eché fuego por la lengua. Le dije que se había equivocado de personaje y, devolviendo las flores al cajón, tomé mi jaba y, ofendido, me marché.
Confieso que tuve que sentarme en el parque a coger aire. No había otra lectura. La mujer me había visto cara de ladrón. ¡Y ladrón de flores nada menos!
Pero como era 31 de diciembre me dije que alguna explicación lógica tenía que haber tras aquella extraña actitud. Pensé entonces: ¡Qué necesidad habrá tenido la señora que, en lugar de estar preparando el mojo para el puerco de fin de año, estaba allí, asustada como un curiel, ofreciendo, estoy casi seguro que con dolor, el fruto de su mata más querida, a un precio risible que confirmaba mi tesis de que no era de esas despiadadas vendedoras que pululan por ahí!
Tal vez era el resultado de las veces que la pobre había sido timada por esos Yarinis callejeros, o a saber las historias que le hicieron sobre las trifulcas y las triquimañas, que, unos a otros, se hacen por robarse el cliente.
Acabé por aceptar que el culpable había sido yo. Decididamente, esa mañana, al pararme frente al espejo de mi cuarto, no había escogido mi mejor cara para salir a la calle.
Tomé así una decisión. Regresar a aquella esquina, comprarle todas las orquídeas y, luego, regalárselas para que regresara a su casa y las pusiera en un búcaro como buen augurio para el nuevo año. Sin embargo, cuando llegué, ya ella no estaba. O las había vendido todas o, asustada, por mi desplante, regresó, como una exhalación, a su humilde reinado.
Y, ahora, que comenzamos una vida nueva, porque cada almanaque es como si volviéramos a nacer, decidí contar esta historia que puede ser un aldabonazo contra actitudes que laceren o marchiten esa fraternidad que, como buenos cubanos, siempre nos ha distinguido. Nada en el mundo puede hacernos cambiar porque el valor de la moneda, en las bolsas, varía constantemente, pero un buen corazón no tiene precio.
Con razón decía Sófocles, desde los antiguos tiempos griegos, que el que es bueno en familia, es también buen ciudadano. De ahí mis votos porque el nuevo año sea una convocatoria íntima a fortalecer los sentimientos más nobles en el seno familiar, de manera que, luego, ellos irradien, desde nuestras actitudes sociales, y toquen a otras personas, y pongan luz donde haya oscuridad, y pongan el abrazo donde reine el desamor.
Todos tenemos que proponernos ser mejores ciudadanos. La SOLIDARIDAD tiene que volver a encendernos como faroles festivos que, en guirnalda sobre nuestra querida Isla, nos conviertan en un trasatlántico de lujo.
No ese lujo fatuo que rutila desde una cadena del golfield, desde un auto de turismo o un diente de oro. Sino ese otro auténtico fulgor que nace de la modestia y la humildad como únicas prendas, las que adornaron, antaño, a nuestros bohíos y a nuestras abuelas cuando regaban sus matas, mientras las frágiles alas lilas de sus orquídeas revoloteaban, desde el verde, para decirnos que el perfume del amor propio no se vende.
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