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ARROZ CON MANGO

EL IDIOTA ANALÓGICO


 ÉL NO hizo la cola del supermercado. Ladró en italiano y se coló, mejor que cualquier cubano, a la fuerza. Pagó su mercancía. No le dio un céntimo de propina a la cajera y ni siquiera las gracias por su amabilidad. Los que estábamos en la fila lo miramos, como fantasmas, y aceptamos aquello como algo natural.
Fue el momento exacto en que descubrió a la muchacha. Ella, con la timidez propia de la típica mujer del campo, se hacía acompañar de su madre. El, como un dinosaurio europeo, se le acercó, ladino, y comenzó a susurrarle, ¡a saber qué cosas!
Ella negaba con la cabeza. Él insistía. Ella decía que no, sonrojada y tímida. Él se dio cuenta, entonces, que tenía que comenzar enamorando a la madre, una señora que se avenía mejor a su edad diluviana de macho en celo, que aquel fresco manjar atrapado en unos “pélvicos” que dejaban al descubierto la tersa piel amarrada a un juvenil ombligo.
Con una manota le tomó entonces el mentón a la mujer mayor que no sabía qué hacer ante el insistente atrevido. Sorprendida e iracunda, también, , negó con la cabeza.
Fue el momento en que el turista abrió sus fauces como aquellos escuálidos que nadaban, hace mas de 100 millones de años en los mares del período Cretácico. Hubiese querido destrozarla a dentelladas puras, pero hubiese sido una actitud caníbal y un descrédito para un hombre supuestamente civilizado y venido del viejo mundo como colonizador postmoderno.
Casi un eructo salió de su boca como una bola de fuego. Y, de verdad, no supe si se trataba del malcriado dragón de los cuentos infantiles o, simplemente, una caguama queriendo desovar los huevos de su ira en aquella noble familia.
¡Idiooota! —gritó en perfecto español el hombre y, dando media vuelta, se marchó como un perro con el rabo entre las patas.
Seguramente se fue maldiciendo y pensando que era inconcebible, fuera de todo pronóstico, que una “indita” se resistiera a que el “hombre blanco” le llenara de abalorios y cristalitos fatuos a cambio de sus favores.
El pueblo cubano, me atrevo a firmarlo lejos de todo chovinismo barato, es, sin dudas, uno de los más hospitalarios del Planeta. Acoger al turista como a un pariente querido que acaba de llegar a nuestra casa, no siempre es una actitud movida por el dinero y los resortes materiales. El afecto y la familiaridad propios del cubano, a pesar de algunas interesadas sanguijuelas que pululan por las calles, es un rasgo que nos distingue en el mundo y nos hace seres irrepetibles.
Pero, penosamente, a veces esas actitudes son mal traducidas, no por quienes de modo sincero vienen a conocernos como comunidad humana y nos respetan de igual a igual. Esos que nos han brindado la solidaridad más absoluta en los momentos difíciles o aquellas personas, de cualquier parte del mundo, que quieren conocer a un pueblo que jamás ha perdido su sonrisa ante nada ni nadie.
Me refiero a los otros, los que siendo en su país de origen seres anónimos, como un simple  número en el frío registro poblacional, vienen aquí a sentirse señores feudales, a travestirse en una versión contemporánea del bárbaro nómada Gengis Kan, dispuestos a raptar doncellas casi por nada.
Y es ahí donde esta especie de turista se equivoca, cuando piensa que toda cubana tiene un precio, un bajo precio, y puede ser encantada, y comprada, por el subyugante tintinear del dólar porque, precisamente, esa es la imagen negativa prefabricada fuera de Cuba. Imagen que ha pretendido revitalizar, infructuosamente, la postal de casinos y libertinaje que era la Isla, como destino, antes del ’59. Supuesto marketing que pretende obviar las bellezas naturales de este país y, especialmente, de su gente, para insistir en un ataque político a la moral de la mujer cubana.
Estos personajillos no se quedan casi nunca en la costosa capital. Vienen al interior donde la nobleza es más fácil de tocar como quien toma, con la mano, la fruta del árbol prohibido. Son los que se hacen rodear de un séquito de “inocentes” depredadores que le conectan con el bajo mundo que buscan para sentirse reyes. Son los que andan con ropajes impúdicos sin que sean multados por ninguna autoridad, se creen con derecho a maltratar a cualquier empleado en los establecimientos y nos consideran, en el mejor de los casos, sus criados.
Si bien el país ha encontrado en el turismo una brecha inteligente para paliar la crisis económica, a partir de algo que nos pertenece: nuestra riqueza geográfica y, por encima de ella, nuestra riqueza en generosidad; los ciudadanos debemos estar alertas ante actitudes tales que nos conviertan en sus vasallos, como nostálgicos señores feudales ellos, trasnochados, que regresan a América en busca de su perdida dote.
En lo particular, porque la dignidad de un pueblo no solo las establecen las leyes de un país, cada quien que sepa distinguir entre “el amigo sincero que nos da su mano franca” y entre el quiere arrancarnos el corazón con que vivimos; para saber a quiénes le abrimos o no las puertas de nuestra casa, que es abrirles, también, las puertas de nuestro corazón.
Decía el filósofo y escritor francés Edmond Thiaudiére: “Me parece que la civilización tiende más a refinar el vicio que a perfeccionar la virtud” y, a veces, quienes nos visitan bajo el status de turista confundido, esconden en su sospechosa actitud mimética esos peligrosos síntomas.
Los de acá, los que todavía “padecemos” de amor propio por ese verbo martiano de: “…en los montes, montes soy”, debemos tener fresquitas las palabras de Goethe cuando decía que “el comportamiento es un espejo en el cual cada uno muestra su imagen”. Ser hospitalario no significa ser alfombra. Ser educado no puede traducirse como incondicionalidad ramplona con quienes nos ofendan o denigren. Esos idiotas analógicos que, creyéndonos indios, nos agreden, han de desactivarse con la elegancia propia del relojero que pone la maquinaria bajo su profunda mirada potenciada por el lente, para luego ajustarle la cuerda con la minuciosidad que se requiere, con la exactitud de la hora o, en su defecto, tira el reloj a la basura y dice con desdén: ¡Este no sirve!

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