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ARROZ CON MANGO

¡PLÁTANO MACHO Y MADURO!

¡PLÁTANO MACHO Y MADURO! AÚN TENGO delante de mí la imagen desencajada del afamado intérprete, la vez aquella en que, sentados frente a frente, con todo su séquito de agentes de prensa, representantes y asesores, tembló cuando le dije: Esto no va a ser una entrevista. Esto va a ser un juicio. Yo no voy a ser José Aurelio Paz ni usted Alfredo Rodríguez. Alfredo Rodríguez solo será el acusado, yo el fiscal y usted su abogado defensor.
Todavía recuerdo la vez en que Annia Linares, neurótica por sus excesos del alcohol en aquellos tiempos, quiso tirarme los cuadros y las cortinas de la oficina a la cabeza, en medio de un safari de preguntas difíciles, cuando le confesé que yo respetaba su trabajo, mas no era un loco admirador suyo. O cuando alguien le entregó el periódico con la crítica a Tony Cortés, en el mismo momento de comenzar a almorzar, dio un puñetazo en la mesa, echó a un lado el plato, y dijo: ¡A este tipo lo afeito yo!
¿Y la vez que tuve que acosar a Silvio para robarle una entrevista? ¿Y el desplante de Juana Bacallao que me dejó con la palabra en la boca? ¿Y la mentira que le metí a Rubens de Falco, el actor brasileño, cuando le dije que me quedaría sin trabajo si llegaba a la redacción sin sus respuestas? ¿Y las amenazas que me hizo Antolín el Pichón? ¿Y la vez que Hilda Rabilero casi me demanda y llegó a “sembrarme” en las cazuelas de Oyá, la diosa de los cementerios?
Al periodismo le debo el ácido PH de mis digestiones y la zozobra mañanera que me asalta cada vez que va a aparecer un trabajo crítico; las múltiples personas que, a lo largo de estos años, me han retirado la palabra; quienes me han acusado de sensacionalista, farandulero, amarillista, subversivo y hasta “no confiable”. También el hecho de que mi segundo apellido, Jiménez, haya desaparecido y en tono de jodedera, me digan PAZ-CON-NADIE; de que irónicos intelectuales me hayan aconsejado, en algún momento de mi vida, mayor cantidad de horas-nalgas al momento de escribir y me hallan llamado, de manera peyorativa, escribano; que haya tenido amenazas personales y telefónicas; que por mi pellejo no se dé un centavo en las cafeterías del pueblo y algún que otro brochazo de almidón en la cabeza.
Pero, como mismo guardo todo esos “daños colaterales de guerra”, también acopio el abrazo del elogio de aquellos que me paran, en plena vía pública, como si me conocieran de toda la vida para invitarme a un trago de cualquier aguardiente indefinido, para decirme lo que no les gustó de mi último trabajo, para llenarme la agenda de baches que hay que remendar, fosas desbordadas o viviendas a punto de caerse porque las promesas, a veces, han sepultado las rápidas y lógicas soluciones; esos que son como una tableta de PPG cuando, lisonjeros, me dicen: “¡Sigue ahí, que te necesitamos…!”
Y es que dada mañana, cuando me siento frente a ese cuadro lumínico que, poco a poco, me roba la vista y mi cervical está peor que la mulsonética (una pieza que no aparece y trae a los carros del periódico como una matraca), es como si me enfrentara a mi primera aventura. Y no pienso en riesgos ni en elogios: solo escribo para dejar, ya no en el papel, sino en el disquette —¡vaya modernidad!—, lo poco que me pueda quedar de interesante que decir, de corazón que repartir entre mi gente.
De niño siempre quise ser médico y creo que la vida fue sabia en no darme ese privilegio porque, a esta hora, tendría mi cementerio particular. Mas nunca soñé con esta profesión a la que llegué por puro accidente, sin haber estudiado periodismo y sin saber que para lo que yo había nacido, bueno, regular o malo, era para fisioterapeuta de las ideas.
El ejercicio de esta profesión es un compendio de gestos dulces y violentos, de reacciones tiernas y punzantes, de aplausos, rechiflas e incomprensiones; de dar lecciones de civismo y esperanza escondiendo, a veces, nuestro propio desfallecimiento íntimo; de tener siempre el pie en el estribo cuando casi falta la cabalgadura; y de creernos, como somos, servidores de la gente y no gatos de porcelana colocados sobre una repisa.
Por ello pienso que, en lugar de atormentar a los estudiantes que optan por esta carrera—en la cual lo importante no es llegar a la meta, sino caminar sin límites—, con preguntas en ocasiones rebuscadas, debería medirse, como elemento consustancial, dos cosas: pantalones y entrega. Es decir, ¡plátano macho y maduro!, como escucho ahora por mi ventana pregonar a una vendedora, que acaba de darme el título para esta reflexión sabatina, cuando el periodista que no beba de la calle y de la gente está perdido en un campo de lechuga.
El profesional de un oficio tan importante como este no puede quedarse en el insípido término de “pintón”, porque resulta desabrido, porque nadie quiere probarle, porque si no logra madurar las ideas sociales lejos de todo artificial carburo, tendrá, al final de su faena, solo el verso de Nervo como epitafio: “Pasarás por mi vida/ sin saber que pasaste…”
 Como bien dijera Séneca: Un hombre sin pasiones está tan cerca de la estupidez que sólo le falta abrir la boca para caer en ella.
Como Fusik, el verdadero periodista muere todos los días para vivir de otra manera. Ha de creer en lo que dice y lo que escribe. Ha de estar en sintonía permanente con su sentido del honor patrio. Ha de señalar lo malo y lo injusto, venga de donde venga. Ha de ser madera y no barniz, flor y no perfume, bala y no salva.
Con permiso del artista al que llevé a juicio periodístico un día, tomo su frase más popular y a todas las personas que semanalmente me leen, con odio o cariño, porque lo más terrible es la indiferencia, les digo, simplemente, que ¡Los quiero, mucho, mucho…!

 

 

 

1 comentario

Rolo Hernández -

Gracias por este comentario. Tus escritos son fenomenales, es una lástima que no se actualice con mayor frecuencia.
Creo que este blog debería ser conocido por miles de personas en el mundo.

Saludos

Rolo